La mirada abracadabra
Andrés
quería salir de nazareno, porque en su cole todos los niños salían en alguna
cofradía. Él aún no entendía si lo del quejío de la saeta lo producía el
fervor, el ritmo del cante o un pisotón. Tampoco llegaba a juzgar si la semana
santa era arte o hipocresía. Andrés era sólo un niño, un niño solo.
El
quería salir en la cofradía del barrio, para poder hablar de semana santa con
los otros niños del cole.
Arturito,
el más chulo de la clase, pertenecía a una familia con tradición cofrade y
salía todos los días de penitente. A su madre le llamaban la plancha-túnicas.
Carlos Marchena era el más entendido en la materia porque su padre era locutor
de radio y retransmitía las procesiones con tal pasión, que le apodaron el
Matías Prats de la madrugá. Pero en verdad, ambos eran tontos de capirote.
Miguel Velázquez era el que siempre hacía la bola de cera más grande. Tanta
cera acumulaba su bola, que sus tres hermanas ya no tenían problemas para
depilarse el resto del año.
Andrés
realmente tenía un deseo oculto. Ponía tanto interés en salir de nazareno
porque tenía el objetivo de poder mirar
fijamente, a través de los boquetes del capirote, los ojos de las niñas guapas.
Y a ver si de esa manera, el Santísimo Cristo del Amor obraba un milagro para
que Mariví, la niña etérea que olía a algodón de feria y que supuestamente
respiraba suspiritos de amor, se fijara en su mirada mágica.
La
mirada de Andrés tenía un halo especial, o al menos eso le decían sus sueños.
Sin
embargo, Andrés nació en una familia católica, apostólica pero rumana, o al
menos eso pensaba él. Los adultos de su familia juzgaban la semana santa de
frívola hipocresía, así que Andresito se quedó sin esa fantasía de ligar con
sus ojos de abracadabra.
El
malogrado nazareno volvió al cole el lunes después de la semana santa, con su
maleta, un paquete de minipicos y un
aromatizante bocata de chorizo Revilla. Y cuando salió de clase, esa misma
mañana vio a Mariví que salía del colegio de las niñas, que estaba justamente
en frente del de los niños. En la puerta la esperaba un chulito cargador cinco
años mayor que ella.
Muchas
semanas santas después, Andrés sigue
cargando por devoción año tras año al Santísimo Cristo del Amor, arrastrando
como penitencia las cadenas del niño solo que fue.
Junto
al sonido de la banda de cornetas y tambores resuena dentro del paso y de su
cabeza la voz del capataz, el marido de Mariví.