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martes, 29 de abril de 2014

LA MIRADA ABRACADABRA

La mirada abracadabra

            Andrés quería salir de nazareno, porque en su cole todos los niños salían en alguna cofradía. Él aún no entendía si lo del quejío de la saeta lo producía el fervor, el ritmo del cante o un pisotón. Tampoco llegaba a juzgar si la semana santa era arte o hipocresía. Andrés era sólo un niño, un niño solo.

            El quería salir en la cofradía del barrio, para poder hablar de semana santa con los otros niños del cole.

            Arturito, el más chulo de la clase, pertenecía a una familia con tradición cofrade y salía todos los días de penitente. A su madre le llamaban la plancha-túnicas. Carlos Marchena era el más entendido en la materia porque su padre era locutor de radio y retransmitía las procesiones con tal pasión, que le apodaron el Matías Prats de la madrugá. Pero en verdad, ambos eran tontos de capirote. Miguel Velázquez era el que siempre hacía la bola de cera más grande. Tanta cera acumulaba su bola, que sus tres hermanas ya no tenían problemas para depilarse el resto del año.

            Andrés realmente tenía un deseo oculto. Ponía tanto interés en salir de nazareno porque tenía el  objetivo de poder mirar fijamente, a través de los boquetes del capirote, los ojos de las niñas guapas. Y a ver si de esa manera, el Santísimo Cristo del Amor obraba un milagro para que Mariví, la niña etérea que olía a algodón de feria y que supuestamente respiraba suspiritos de amor, se fijara en su mirada mágica.

            La mirada de Andrés tenía un halo especial, o al menos eso le decían sus sueños.

            Sin embargo, Andrés nació en una familia católica, apostólica pero rumana, o al menos eso pensaba él. Los adultos de su familia juzgaban la semana santa de frívola hipocresía, así que Andresito se quedó sin esa fantasía de ligar con sus ojos de abracadabra.

            El malogrado nazareno volvió al cole el lunes después de la semana santa, con su maleta, un paquete de minipicos  y un aromatizante bocata de chorizo Revilla. Y cuando salió de clase, esa misma mañana vio a Mariví que salía del colegio de las niñas, que estaba justamente en frente del de los niños. En la puerta la esperaba un chulito cargador cinco años mayor que ella.

            Muchas semanas santas después,  Andrés sigue cargando por devoción año tras año al Santísimo Cristo del Amor, arrastrando como penitencia las cadenas del niño solo que fue.


            Junto al sonido de la banda de cornetas y tambores resuena dentro del paso y de su cabeza la voz del capataz, el marido de Mariví.