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martes, 1 de julio de 2014

Historias en un cubilete.





            Esta es una historia que va a derramar mucha tinta. En un cubilete fabricado con una lata de Coca-Cola convivían: un bolígrafo Bic azul, un lápiz Staedtler color abeja y un clásico Inoxcrom azul metalizado. Una tarde caprichosa apareció en ese escenario de lata un bolígrafo de cuatro colores. Llegó arrogante, mostrando su valía a los demás compañeros de escritura.
-          Buenas tardes, me presento ante vosotros, personajes monocromáticos. Pertenezco a una nueva generación de bolígrafos destinada a desterraros al olvido.
El boli azul lo miró sorprendido y le preguntó:
-    ¿Cómo estás tan seguro de que eres superior?
-          Cuando los niños y los mayores conozcan mis virtudes, ya no necesitarán bolígrafos de un solo color, porque de mi sangre fluyen diferentes cromatismos en función de las necesidades del escribiente.
-          Te expresas en un lenguaje exquisito – le matizó el boli azul. – Se nota que te han producido en las mejores fábricas y que procedes de las últimas tecnologías.
-          No lo dudes. Los bolígrafos clásicos, como es tu caso, pasarán a mejor vida. Yo ofrezco mejores prestaciones y soy “un todo en uno”, que es lo que busca el consumidor actual.
-          ¿Y no existirán rivalidades dentro de ti? Porque la tinta azul o negra se agotarán antes que la roja o la verde.
-          Eso no representa ningún problema ya que los recambios de tinta son independientes.

El bolígrafo azul guardó silencio y se encerró dentro de su capuchón roído. La pena se le salía por su otro extremo carcomido. Se sentía tan humillado como cuando servía de cerbatana.
El bolígrafo multicolor lucía gordo y esplendoroso en el cubilete, bajo la mirada despreciativa del lápiz. Hasta en el mundo de los seres inanimados los egos provocan roces.
La luz del cuarto se fue marchando y la noche dejó al portalápices a oscuras. El lápiz, al notar que el boli gordo dormía placidamente, siseó bajito al boli azul para llamar su atención:
-          Ahora que el gordo duerme, ¿tú piensas que mañana Jorge se olvidará de nosotros y echará en su estuche solamente al boli nuevo para irse al cole?
-          Bueno, lo que haga Jorge, sólo lo podremos saber mañana -contestó el Bic.
-          Pero Jorge es un niño sensato, necesitará un lápiz para poder borrar con la goma sus errores.
-          En fin, ya sabes que últimamente algunos maestros no permiten el uso del lápiz, ni siquiera los de matemáticas.
-          Jorge no nos olvidará, estoy seguro - aseveró el Staedtler.
-          Te recuerdo, amigo lápiz, que los niños están bautizados en caprichos y por tanto sus deseos son una lotería.
-          No me gustaría quedarme aquí. Estoy locamente enamorado de una goma de borrar de Milán. La italiana vive en el estuche de la compañera de Jorge y cuando la veo borrar mis trazos, pierdo la mía punta.

El boli contestó:
-    A mí tampoco me gustaría permanecer en el cubilete, a pesar de que ya me queda poca tinta. La caligrafía de Jorge es tan bonita y su profesora de Lengua la admira tanto, que yo también me siento orgulloso porque sé que en esa escritura está mi materia prima.
-          Podríamos planear algo para que Jorge no nos olvide - comentó el lápiz.
-          Piénsalo tú que eres de grafito. Yo prefiero dormir, que mi sangre azul se enfría con la noche y necesito reservar energías por si mañana sigo siendo útil.
-          Querido Marqués de Bic serás de sangre azul, pero qué tinta más conformista te corre por la mina.

Con la luz de la mañana, se abre la puerta de la habitación. Entra Jorge y empieza a preparar la maleta. Coge los libros de lengua, matemáticas y sociales, y únicamente guarda en el estuche un lápiz muy desgastado de tanto sacarle punta, que ni siquiera estaba en el cubilete. Ya en clase, le presta el pequeño lápiz a su compañera de banca, a cambio de una sonrisa enrejada por los brackets. La goma Milán se queda esperando una línea de amor para borrar. Nadie extraña al boli de cuatro colores ni tampoco al de uno.


martes, 29 de abril de 2014

LA MIRADA ABRACADABRA

La mirada abracadabra

            Andrés quería salir de nazareno, porque en su cole todos los niños salían en alguna cofradía. Él aún no entendía si lo del quejío de la saeta lo producía el fervor, el ritmo del cante o un pisotón. Tampoco llegaba a juzgar si la semana santa era arte o hipocresía. Andrés era sólo un niño, un niño solo.

            El quería salir en la cofradía del barrio, para poder hablar de semana santa con los otros niños del cole.

            Arturito, el más chulo de la clase, pertenecía a una familia con tradición cofrade y salía todos los días de penitente. A su madre le llamaban la plancha-túnicas. Carlos Marchena era el más entendido en la materia porque su padre era locutor de radio y retransmitía las procesiones con tal pasión, que le apodaron el Matías Prats de la madrugá. Pero en verdad, ambos eran tontos de capirote. Miguel Velázquez era el que siempre hacía la bola de cera más grande. Tanta cera acumulaba su bola, que sus tres hermanas ya no tenían problemas para depilarse el resto del año.

            Andrés realmente tenía un deseo oculto. Ponía tanto interés en salir de nazareno porque tenía el  objetivo de poder mirar fijamente, a través de los boquetes del capirote, los ojos de las niñas guapas. Y a ver si de esa manera, el Santísimo Cristo del Amor obraba un milagro para que Mariví, la niña etérea que olía a algodón de feria y que supuestamente respiraba suspiritos de amor, se fijara en su mirada mágica.

            La mirada de Andrés tenía un halo especial, o al menos eso le decían sus sueños.

            Sin embargo, Andrés nació en una familia católica, apostólica pero rumana, o al menos eso pensaba él. Los adultos de su familia juzgaban la semana santa de frívola hipocresía, así que Andresito se quedó sin esa fantasía de ligar con sus ojos de abracadabra.

            El malogrado nazareno volvió al cole el lunes después de la semana santa, con su maleta, un paquete de minipicos  y un aromatizante bocata de chorizo Revilla. Y cuando salió de clase, esa misma mañana vio a Mariví que salía del colegio de las niñas, que estaba justamente en frente del de los niños. En la puerta la esperaba un chulito cargador cinco años mayor que ella.

            Muchas semanas santas después,  Andrés sigue cargando por devoción año tras año al Santísimo Cristo del Amor, arrastrando como penitencia las cadenas del niño solo que fue.


            Junto al sonido de la banda de cornetas y tambores resuena dentro del paso y de su cabeza la voz del capataz, el marido de Mariví.